Tsukimachi Chaya - III

  
    En la calle más antigua de esa ciudad había un salón de té (Chaya). Hace mucho tiempo era un viejo almacén. Un día me llamó tío Kantaro para que yo vaya a ese lugar. Me dijo que en ese Chaya habría una muestra de Koinobori, las banderas tradicionales japonesas con forma de carpa y se trataba de un diseñador que residía en esa ciudad. Eso sonaba muy interesante a mí también. En la zona de los mayoristas de madera se podía oír ligeramente los árboles fragantes. Eran las maderas apoyadas bajo el alero. Esos árboles talados llegaron aquí desde aguas arriba siguiendo la corriente.

    Abrí la Koshido, la corrediza enrejada, y entré en el Chaya cuyo piso de la entrada era de hormigón llamada Tataki que continuaba hasta más allá del pasillo. El almacén que se había convertido en un salón de té se encontraba en la parte posterior de la casa. Mientras que me estaba quitando los zapatos para entrar oí una voz desde atrás. Era tío Kantaro. Pusimos en orden nuestros zapatos, nos pusimos las pantuflas y entramos en el salón. Los suelos de madera hacían ruido por cada paso.  

"¡Oh, bienvenidos!"

    Nos saludó un hombre más o menos de la misma edad del tío. Fue el diseñador de las banderas de Koinobori. En el techo del almacén estaban colgadas las obras en varios tamaños de colores brillantes, todas pintadas a mano. Miramos una por una con mucha atención y luego nos juntamos con el artista para tomar un té. Esa persona por muchos años se había dedicado a la fabricación de Washi, el papel japonés, en esa ciudad. Un día se le ocurrió hacer una Koinobori con ese papel. Para tío Kantaro, que era artista del Kamishibai, el señor Koinobori podría ser un buen amigo de tertulia.    

    “Lo extraño es que los niños son todos completamente distintos desde su nacimiento. A veces pienso que cada uno haya llegado acá desde una estrella diferente.”

    Tío Kantaro, el productor del Kamishibai, nos llevó al mundo de fantasía como de costumbre.   

    “Hace mucho tiempo decían que los niños de hasta siete años pertenecían a Dios. Bueno, yo tampoco puedo dejar de pensar que sean los regalos de Dios  para que los cuidemos. A propósito ¿saben que faltará poco para que nos deje uno a nuestra familia también?”

"¡Qué bueno, te felicito! Entonces tengo que llamarte abuelo Koinobori."
 
    El señor Koinobori nos mostró una tímida sonrisa por lo que mencionamos. Estamos hablando por algún tiempo, y de repente tío Kantaro propuso ir a ver la luna. En la parte trasera del Chaya había una torreta japonesa llamada Yagura, y desde ahí se podía ver bien la luna, por lo tanto la gente la llamaba Otsukimidai, la torreta para gozar de la luna. Cuando ésta salía más allá de las montañas, el reflejo de la luz oscilaba en el río. 

    "Tal vez sería ‘una carpa’ la que habita en la luna y no un conejito."
 
    Cuando dije así, tío Kantaro dijo que le gustaría escribir algún cuento para el Kamishibai inspirándose en eso.   

    Abrí la puerta de madera y salimos afuera. Ya era el momento de caer la noche. Por las escaleras construidas al lado del almacén subimos a la Otsukimidai y ahí, el parasol llamado Jyanome, lo habían ya eliminado para crear un espacio más abierto. Pronto aparecería la luna; el cielo azul oscuro empezó a profundizarse y se iluminó detrás de las montañas. Al poco rato las nubes en el alrededor empezaron a moverse, tomando el color naranja y brillando como los arreboles, y ahí se veía la luna redonda. Esa noche ella estaba llena.     

    Había una noche en la cual la luna era llena. En un río en alguna parte cayó una luz desde el cielo. Esa se convirtió en un pez de oro y comenzó a nadar. Un día, una  golondrina volaba arriba del río y se extrañó que el agua estuviera brillando fuerte y atisbaba lo que pasaba adentro. 

    ¡Splash! De repente el pez saltó afuera con las salpicaduras de agua como una fuente. ¡Splash! Una vez más dio un salto.  

    “Bueno, una vez más. ¡Splash!”

    “Hola señor pez, ¿qué estás haciendo?”
  
    “Estoy haciendo un ejercicio para volar.”

    El pez tenía muchas ganas de volar como los pajaritos que le sobrevolaban.

    “Bueno, entonces te enseñaré yo cómo volar. En su lugar, enséñame cómo nadar por favor.”  

    La golondrina admiraba mucho el pez de oro y le propuso una condición de intercambio.   
  
    "Bueno, entonces nos vemos en la noche de la luna llena aquí."

    Desde entonces, cada día, el pez practicó a volar y la golondrina, a su vez, a nadar en el agua. Así cada vez que se encontraban en la noche de la luna llena, los dos volando y nadando juntos se convirtieron en uno. 

    Después de haber pasado un momento divertido con ellos, volví a casa sola y mientras que me calentaba delante del Irori contemplaba las piedras rojas colocadas al umbral de la ventana. Eran las piedras rojas del sílex que el tío me había traído de las montañas hace un tiempo. Elegí una ventana soleada por la cual entraban más los rayos del sol de la mañana como me había dicho el tío. Las montañas en donde solía ir tío Kantaro se llamaban ‘las montañas del cristal rojo’ y para ser llamada así había una buena razón.

    "Por un largo tiempo no sabíamos nada de la capa geológica de esas montañas, pero por fin descubrieron que están hechas de nieve marina."

    Según lo  que me explicó tío Kantaro, hace mil millones de años atrás esas nieves marinas depositadas en las grandes profundidades marinas, gastando cientos de millones de años, se elevaron por el movimiento de la corteza. La nieve marina está formada por varios organismos microscópicos cuyo fósiles de zooplancton compuesto de un cierto tipo de mineral como el sílice, o sea el cuarzo y teñida de rojo de orín por fotosíntesis de fitoplancton. El tío que había caminado mucho en esas montañas para encontrar la madera adecuada para hacer el escenario y el Hyoshigi conocía todos sus rincones, y estaba orgulloso de eso. Esa caminata que hacía él me parecía como su peregrinaje.


   Esas pequeñas piedras rojas de nieve marina formadas hace cientos de millones de años atrás me hicieron pensar que la vida que estamos viviendo es un acontecimiento momentáneo. La nieve marina se acumula dos micras por año y para llegar a la altitud de esas montañas tardan doscientos millones de años. Tío Kantaro reía cuando le dije así. 

    “Quisiera  convertirme en cenizas y hundirme en el fondo del mar gastando unos cientos millones de años como la nieve marina y convertirme en una piedra roja que va a ser recogida y colocada cerca de la ventana por alguien.”