La Galería de Los Suspiros - IV


    En la calle de Los Suspiros soplaba el viento frío desde el río y me cortaba la piel. Me sirvió el saco de cuero negro que había traído para el eventual mal tiempo. Me lo puse y me acerqué a la orilla. Ahí el viento sonaba como un sollozo. Quizás esta calle se llama ‘Los Suspiros’ por esta brisa que venía del río.
    Girando a la derecha se encontraba la calle San Pedro, la más antigua del centro histórico. Andar por esa calle me dio la sensación de hacer un salto en el siglo XVI o XVII porque del Río de la Plata extendido como el mar a la izquierda no se veía nada para reflejar el tiempo actual. Más adelante, a la derecha, estaban las ruinas del convento de San Francisco Xavier. Su nombre se debía a que San Francisco Xavier fue considerado como el santo patrono de los misioneros pero fue fundado por los frailes franciscanos. Sus gruesos muros fueron construidos de los pedazos de gneis y biotita colocados sin orden y con ladrillos intercalados aquí y allá. Era el estilo arquitectónico romano llamado ‘opus incertum’ del siglo II a.C. Suponía que tenían que utilizar tal estilo arquitectónico antiguo para construir este monasterio en finales del siglo XVII por la insuficiencia de los materiales y las herramientas de construcción. La forma de las piedras cortadas no estaba arreglada y estaban colocadas irregularmente pero sentía que la gente de la época, aún en las paredes, estuvieran buscando alguna regla y las piedras me parecían como las palabras de una oración. En este lugar los monjes jesuitas y franciscanos se reunieron para convertir a los indios. Ahora se derrumbó y quedó sólo una parte de los muros cuyo al lado había el faro blanco como si estuviera manteniendo su ruina. Me senté bajo del arco y calenté mi cuerpo frío con el sol que estaba por ponerse.
   “En el pasado, en la Plaza Mayor hacían el comercio de los esclavos. Ellos que fueron llevados por los portugueses, una vez descargados de un buque, subiendo la calle de Los Suspiros llegaron hasta esta plaza con las cadenas.”
    En la tibieza del sol poniente me acordaba de lo que me contó el hombre del museo. ¿Como se sentirían ellos mientras caminaban en la calle? Dicen que los esclavos que estaban cercanos a la orilla acababan para debilitarse y se ahogaban cuando el nivel del agua aumentaba. ¿No serían sus sollozos los que dieron el nombre a la calle?
   La calle de Los Suspiros me hizo pensar en varias cosas. En Europa, en época de la transición de la Edad Media al Renacimiento, se inició la Era de los Descubrimientos gracias a la evolución de la tecnología marítima y de los conocimientos científicos: descubrimiento del nuevo mundo, expansión hacia el este, conquista del territorio y comercio internacional, actividad de los misioneros jesuitas en países extranjeros en contra de la Reforma de Lutero y Calvino. España obtuvo la Colonia de Sacramento debido a la conclusión del tratado de Madrid, en cambio vino al punto de ceder a Portugal Misiones en donde estaba la aldea autónoma ‘Reducción’. El levantamiento de la tribu indígena de guaraní fue por esta razón. El movimiento de la corteza terrestre de la historia europea alcanzó a Sudamérica como un tsunami, la onda de mar que genera el terremoto. En cuanto al cambio de las conciencias y los conocimientos que sucedían en la superficie de la tierra se trataban de extender ávidamente en todas las direcciones para llegar lo más lejos posible. La gente, como acelerada, no conocía los límites y todas las cosas eran investigadas, clasificadas y expuestas. No se podía estar en un solo lugar e intentaba explorar cualquier lugar en el mundo, bastaba que fuera explotable.
    Cerca de la caída de la tarde bajó más la temperatura y las ruinas del convento quedaron en la sombra. Decidí tomar una habitación en un hotel que estaba un poco más allá de la Plaza Mayor. Al mirar desde la entrada del edificio blanco de arquitectura española conservado intacto como era en la época colonial, se veía al fondo del pasillo una fuente cubierta con el enrejado de glicina. Me dirigieron a una habitación que daba a ese jardín. Me quité las botas y me acosté en la cama; sentía el cansancio por haber caminado durante todo el día. Mientras estaba oyendo el arrullo del agua de la fuente me adormecí sin darme cuenta.
    ¿Habré dormido una media hora? Mientras tanto soñaba algo extraño. Se trataba de un joven que estaba bajando un río en un pequeño barco. Llevaba algo cuidadosamente en los brazos. Era una caja de violín. La agarraba bien para que no cayera por las corrientes rápidas. Entre el sonido de la torrente a veces resonaban los cantos de los pájaros. Parecían esconderse los espíritus de los árboles en el bosque denso. Era un paisaje más o menos familiar pero ¿dónde era exactamente? Me parecía que era el sonido de la fuente que me había conducido allí como un hilo invisible. Fue la primera vez que soñé un violín. Realmente no tenía ninguna relación con este instrumento.
 
    La puesta del sol se estaba acercando. Pensé caminar hasta el muelle que estaba en frente del bastión del Carmen. Creía que sería el mejor lugar para ver el ponerse del sol. Salí del hotel y, de repente, mientras caminaba por la calle de atrás que seguía el curso del río, me di cuenta que a la orilla del río estaba un hombre de edad que buscaba algo con una bolsa de plástico en una mano.

“¿Le puedo ayudar?”
    Lo llamé pero no se dio cuenta. Intenté bajar en la orilla con cuidado pisando las grandes piedras.
    “¿Está buscando algo?”, le pregunté.
    Entonces advirtió que estaba yo. El hombre, con una sonrisa, abrió la bolsa y me mostró lo que tenía dentro. Para mi sorpresa habían unas quince monedas de plata.
    “Mira a esa isla. Es la isla del tesoro. Ellos lo escondieron ahí antes de aterrizar. No sabes cuanto yace todavía en el lecho del río.”
    Me dijo así señalando más allá con el dedo la pequeña isla.
    “No sólo las monedas de plata. A veces se encuentran también las balas.”
    Será difícil, aunque intente sumergirse, encontrar el tesoro de los barcos que se hundieron hace unos centenares de años en el agua de cero transparencia. Sin embargo, después de muchos años, las pequeñas olas habían podido arrastrarlo hasta la orilla. El tesoro tardó quinientos años en desplazarse desde el lugar del hundimiento hasta la orilla en donde nos encontrábamos parados, y se convirtió en el sueño de este hombre.
    Aquí parecía que el tiempo se hubiese parado y la gente, como si fuera ya consciente de eso, quería asegurarse tranquilamente de que había acabado el día. En el centro del muelle de madera se alineaban las farolas antiguas de hierro, y entre ellas había bancos. No había nadie más que los pescadores con sus cañas. Me senté en el banco que estaba en el medio del puente y me quedé mirando como cambiaba el color del cielo reflejado en el Río de la Plata. Sentía que no había nada raro en que se dibujaran visiones imaginarias en este cielo de Colonia, aislada como estaba de la sociedad bulliciosa. Sobre la isla de San Gabriel, llamada por el anciano la isla del tesoro, empezaron a juntarse nubes de color gris y naranja. En la lejanía de la isla comenzaron a centellear estrellas de varios colores minerales. Pensé que había valido la pena cruzar el río. Desde hacía mucho tiempo sentía dentro de mí un susurro que me decía que cruzara el río, pero no sabía de qué río podría tratarse.