Tsukimachi Chaya - I


    En el estacionamiento era un problema encontrar el coche aparcado durante mucho tiempo con poca luz. Por fin lo encontré y encendí el motor. Por suerte se puso en marcha y me salvé. Desde aquí tenía que manejar por la autopista, luego por un camino entre las montañas en el interior por más o menos una hora. En todo caso no tenía sueño habiendo podido dormir bien inusualmente en el avión. Puse el CD de Mago que había conseguido al festival de jazz de Roma e iba escuchándolo mientras iba despacio por la carretera.

    Después de haber salido de la autopista ya no había más luces en la calle y no se podría ver casi nada si no estuviera la luz de la luna. De alguna manera me podía dar cuenta de que junto a la carretera corría un río. Esa noche parecía que la luna que iba subiendo fuese llena, por lo tanto estaba iluminada hasta la cresta. Cerca de los bancos se veían moverse muchas luces pálidas. Habían unas decenas de luciérnagas. De ahí, la carretera de asfalto pavimentado se había convertido en un camino de ripio.

    Esa casa retirada en las afueras me dejó mi abuelo quién era el recitador de Ningyo Jyoruri, el teatro tradicional de marionetas japonés. Me hacía el papel de padres hasta cuando yo ingresara en la primaria pero pronto se murió en un accidente de tráfico. Alrededor de la casa no estaba construido el muro ni la cancela pero estaban plantados los cipreses en su lugar para protegerla del viento frío en invierno y del sol en verano. Estacioné el coche en la parte delantera y apagué el motor, ahí no sentía más ningún tipo de ruido alguno, sólo que de vez en cuando se oía el grito de los pájaros silvestres. Salí del coche y estirándome tomé una respiración profunda. Me entró el aire frío en los pulmones. Acá a veces bajaba la temperatura de noche aún en verano hasta que se encendiera la calefacción. “Esta noche sería mejor poner la leña al Irori, un tipo de chimenea tradicional japonés” pensé yo. Cuando abrí la puerta gruesa, olía a moho dentro la casa.

    A la mañana siguiente se escuchaba el canto de los pájaros antes de amanecer. Era esa voz la que traía acá de vuelta mis conciencias que estaban profundamente sumidas en algún lugar lejos en el sueño. Así, poco a poco, mi estado de semi inconsciente iba integrando en el aire alrededor. Y era después de todo eso en que me venía en la mente donde estaba y qué día era.


    Quedándome en la cama miraba vagamente el techo de la habitación oscura. Desde la rendija de la cortina se insertaba la luz opaca. No tenía ganas de levantarme, porque el ambiente era todavía frío. El reloj daba ya las once pasadas. Por fin me levanté y puse los pies en las zapatillas medio mojadas. Enrollé un papel de los periódicos que estaban amontonados en el piso, lo encendí con una cerilla y lo puse abajo de la leña en el Irori.