
Después de haber salido de la autopista ya no había más luces en la calle y no se podría ver casi nada si no estuviera la luz de la luna. De alguna manera me podía dar cuenta de que junto a la carretera corría un río. Esa noche parecía que la luna que iba subiendo fuese llena, por lo tanto estaba iluminada hasta la cresta. Cerca de los bancos se veían moverse muchas luces pálidas. Habían unas decenas de luciérnagas. De ahí, la carretera de asfalto pavimentado se había convertido en un camino de ripio.
Esa casa retirada en las afueras me dejó mi abuelo quién era el recitador de Ningyo Jyoruri, el teatro tradicional de marionetas japonés. Me hacía el papel de padres hasta cuando yo ingresara en la primaria pero pronto se murió en un accidente de tráfico. Alrededor de la casa no estaba construido el muro ni la cancela pero estaban plantados los cipreses en su lugar para protegerla del viento frío en invierno y del sol en verano. Estacioné el coche en la parte delantera y apagué el motor, ahí no sentía más ningún tipo de ruido alguno, sólo que de vez en cuando se oía el grito de los pájaros silvestres. Salí del coche y estirándome tomé una respiración profunda. Me entró el aire frío en los pulmones. Acá a veces bajaba la temperatura de noche aún en verano hasta que se encendiera la calefacción. “Esta noche sería mejor poner la leña al Irori, un tipo de chimenea tradicional japonés” pensé yo. Cuando abrí la puerta gruesa, olía a moho dentro la casa.
