El Bosque de Celimontana – II


    Delante del mostrador de facturación no había nadie. Tenía un solo equipaje de tamaño mediano para echar y terminé en seguida el procedimiento de la inmigración. Así que cuando llegué a la sala de espera, había todavía bastante tiempo hasta la hora del embarque. En cuanto a Mimí, al principio pensaba acompañarme al aeropuerto pero no pudo venir porque le había surgido un asunto urgente: tuvo una reunión acerca de la exposición en Salta para el año siguiente. Por fin sus cuadros iban a ser expuestos en la parte norte de ese país. Después la noche del concierto Mimí consiguió todos los discos de Mimmo y no hacía más que escucharlos diciéndome que había encontrado finalmente el verdadero Miguel Ángel y esperaba hacer un día una performance junto con él.

    Anunciaron el embarque del vuelo para Roma y subí en el avión. Este vuelo iba hacia el norte a lo largo de la costa brasileña, y después, atravesando el Océano Atlántico, se dirigía hacia la costa occidental de África que sería aproximadamente sobre Senegal. Siendo el vuelo nocturno, creía que sería imposible ver el desierto, sin embargo encontramos la primera luz más temprano de lo que me había imaginado. Me desperté de un sueñecillo y levanté el cierre, ahí se veía el horizonte en color naranja. Ya había empezado poco a poco a quitar el velo de la noche. Cada vez que veía ese paisaje, me acordaba de los colores que usaba Giotto. Era el mundo indescriptible del color puro y bajo los ojos se extendía la tierra de color encarnado. El suelo que se veía a mucha distancia emitía un brillo más suave y apacible de lo que me había imaginado. Estaba pensando ensimismada, contemplando ese paisaje, mientras tanto el avión volaba hacia el norte. Comparado con ese desierto, el mar Mediterráneo que pronto llegábamos era un mundo pequeño. Pero ese mar con las olas brillantes de color zafiro tenía su encanto que ningún otro mar pudiera tener. ¿Por qué? El avión dio una vuelta hacia Roma desde isla de Cerdeña. En contraste con el norte de África, esta tierra era lozana y sus orillas tan suaves nunca rechazaban a nadie al desembarcar. Para el pueblo del desierto esta tierra debería de ser paradisíaco. La tierra rebosante de agua tendría que ser de algo sagrado por si misma.
    Desde las ventanillas del tren que había tomado al aeropuerto, se veían aquí y allá las ruinas y los restos romanos tiñados en rosa por el arrebol de la tarde. Faltaba aún tiempo para la puesta del sol. Se podía sentir más a través de la longitud del día que a través de la temperatura la que estaba en la estación invertida de Buenos Aires. El calor del día todavía no remitió a la caída de la tarde y había mucha humedad también. Tomé un taxi desde la estación Termine hasta el alojamiento dirigido por una congregación religiosa que un conocido mío me había presentado. Su ubicación en el centro me daba mucha comodidad para moverme, por lo tanto solía alojarme aquí. Desde la perspectiva exterior parecía una casa común pero una vez entrado en el interior del palacio, se veía una esplendida pintura religiosa al temple en la pared del corredor alrededor del patio. Recibí la llave de la habitación en la recepción del edificio de la parte posterior. Me dieron como siempre un cuarto de tamaño justo para una persona con una cama sencilla, un escritorio y un armario. El baño también era muy simple pero para mí era suficiente.
    La hora de la comida era ya establecida. Bajé en el comedor del piso de abajo. Todavía no había nadie. Tomé asiento en el fondo del comedor y pronto empezaron a servirme. El menú del día fue sopa de porotos, carne de ternera salteada con ensalada y pan. Se podía servir también el vino. Mientras estaba comiendo, llegó poco a poco la gente.

    “¿Como fue tu viaje?
    Me habló una hermana que me conocía.              
    “Fue todo bien, sin ningún problema.”   
    “Me alegro.”
    “Hermana, tengo una pregunta.”
    “Dígame.”
    “¿Villa Celimontana está cerca de aquí?”
    “Ah, sí. Se puede ir allí andando. Pronto te voy a dibujar un plano.”
    La hermana me trajo el mapa antes que yo termine de almorzar. No tenía muchas ganas de salir sola por la noche pero no era más necesario preocuparme de eso porque Villa Celimontana quedaba a unos minutos a pie desde el convento.